Una reflexión sobre unos colmillos famosos
No existe vampiro sin unos largos y bien afilados colmillos. Tampoco sabemos de uno que no guste del cuello humano para hincarle el diente. Pero no siempre fue así.
Los primeros vampiros de los que se habló en la Europa del siglo XVII no eran de dientes largos. Si bien ya se les acusaba de succionar la sangre a los vivos, nunca se explicaba cómo lo hacían ni dónde herían a sus víctimas para tal fin.
El abad francés Dom Agustín Calmet, nacido en 1672, y quien fue el primero en documentar leyendas sobre “revinientes” – incluso abrió tumbas en su búsqueda – en su tratado de vampiros afirma: “el lugar de la succión no está determinado, tanto puede ser en un sitio como en otro”.
Según se interpreta de estos relatos, los vampiros sólo buscaban satisfacer una necesidad básica de subsistencia a través de la sangre como elemento de vida.
Fue la industria cinematográfica la creadora de la imagen que hoy tenemos sobre los vampiros. Los dotó de colmillos como una característica distintiva y les atribuyó intenciones ligadas al dominio y el poder.
El simbolismo del vampiro moderno resulta interesante. El acto de morder expresa nuestra capacidad de atacar y sujetar; mientras el cuello hace referencia a la flexibilidad de pensamiento que poseemos.
Así, con su mordisco, el vampiro contagia más que un virus; crea una relación de dominio, de enamoramiento. La víctima terminará por modificar su visión del mundo, dándole un giro radical a sus valores y objetivos.
Todo este mito ha madurado gracias al poder de unos largos y afilados dientes, que ayudan a succionar un líquido vital: la sangre.